Año XIX, N° 38, 2016, pp. -
Marco Martos Carrera
DES RÉFLEXIONS SUR LE RÊVEUR DE CERVANTES ET DU RÊVEUR D'AVELLANEDA
Resumen
El texto discurre brevemente sobre las relaciones entre el autor y su obra a lo largo de la historia, sobre el derecho de quien lo escribe a mantenerse o no como propietario de lo que ha creado, y ejemplifica lo dicho con un análisis del Quijote que salió de la pluma de Miguel de Cervantes y el Quijote que publicó Alonso Fernández de Avellaneda.
Palabras clave: autoría literaria; Quijote; Cervantes; Avellaneda.
Abstract
This text briefly deals with the relationships between the author and his work throughout the history. It also deals with the right of the one who writes to remain or not as the owner of what he has created. This is exemplified with an analysis of the Quixote which came from the pen of Miguel de Cervantes and the Quixote which Alonso Fernández de Avellaneda published.
Keywords: Literary authorship; Quixote; Cervantes; Avellaneda.
Résumén
Le texte réfléchit brièvement sur les relations entre l'auteur et son oeuvre le long de l'histoire, sur le droit de celui qui l'écrit à se maintenir ou non comme un propriétaire de ce qu'il a créé, et démontre par des exemples le dit avec une analyse du Rêveur qui est sorti de la plume de Miguel de Cervantes et du Rêveur qu'Alonso Fernández de Avellaneda a publié.
Mots clés: un emploi de régisseur littéraire; le Rêveur; Cervantes; Avellaneda.
Fecha de recepción: 11/04/2016
Fecha de aceptación:
Uno de los temas fundamentales en la trasmisión de la literatura es el papel que los diversos elementos cumplen en esa operación, el autor, el texto, el contexto y la recepción. Lo central del texto está bien precisado por la teoría literaria contemporánea, pero los otros elementos son fluctuantes en el aprecio de los lectores, su importancia mengua o aumenta de acuerdo a las circunstancias históricas, y cada usuario bien puede ser de características irreductibles. Bien conocido es el caso de Jorge Luis Borges, quien respecto del Quijote, imaginó en uno de sus relatos inolvidables, a un autor del siglo XIX, Pierre Menard, quien pergeña las mismas páginas que conocemos de la célebre obra, la publicó con su nombre y aparece ante sus lectores contemporáneos como una persona que no conoce bien el español, que lo ha aprendido en viejos infolios y que es indudable su carácter extraño respecto de la lengua con la que se expresa. Y es que en el mundo contemporáneo la autoría de una obra literaria necesita mucha precisión, por razones comerciales en el caso de una novela de éxito o por razones de orgullo personal cuando se trata del mundo de la lírica. Nada ofende más a un autor que su texto sea confundido con el de otro y las batallas legales que ocurren en los casos de plagio son frecuentes y conmovedoras. Pero no siempre fue así, empezando por los principios mismos de la civilización occidental, pues hasta ahora mismo no sabemos cabalmente quién fue Homero, aunque solemos imaginarlo como un aeda de lenguas barbas y ciego. Para evitar controversias, por comodidad hablamos de Poemas Homéricos y Poemas del ciclo de Homero. Pero no existe una línea recta que venga desde Grecia hasta nosotros y que pase de un antiguo anonimato a una literatura de autor conocido. En la misma Grecia, tres siglos después de la supuesta existencia de Homero, en el siglo V antes de nuestra era, hubo dramaturgos que fueron perfectamente reconocidos y cuya autoría sobre las tragedias que la incuria del tiempo ha respetado, se trata, como el lector u oyente puede saberlo hurgando en su memoria , Esquilo, Sófocles y Eurípedes.
Los comienzos de la literatura castellana, si dejamos de lado ese magnífico periodo de vacilaciones lingüísticas y literarias que por comodidad llamaremos de las jarchas, fueron anónimos, desde ese vasto fresco de la sociedad española que es el Poema del Mío Cid, hasta los poemas del Romancero que se adentra en toda la edad media y sigue manteniendo su carácter popular inclusive en la sociedad contemporánea, pero hubo un momento en el que apareció la literatura de autor, pondremos como ejemplo paradigmático a Gonzalo de Berceo, aunque su originalidad temática es discutible, la calidad de sus versos alejandrinos llega hasta nosotros como un aire fresco de una literatura que empieza a tener sólidas raíces. Llegamos así a un autor como Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, con su célebre
Libro del buen amor, en el siglo XIV. Escribe, a partir de su verso 1629:
Cualquiera que lo oiga, si hacer versos supiera
puede más añadir y enmendar si quisiere;
ande de mano en mano, téngalo quien pidiere.
Ya que es de Buen Amor, prestadlo de buen grado,
que haga honor a su nombre, no lo hagáis reservado,
ni lo deis por dinero, vendido o alquilado,
porque pierde su gracia el Buen Amor comprado. (Arcipreste de Hita, 1954, p 203)
Juan Ruiz aboga en estos versos por el carácter colectivo de la obra literaria, por el derecho de cualquiera a introducir variantes en los textos que lleguen a sus manos, y a que la obra circule libremente sin un motivo pecuniario. Diferente fue la actitud del Infante Juan Manuel, su contemporáneo, autor del célebre libro El conde Lucanor, culminación de la prosa en el siglo XIV. De un modo paradigmático, en el prólogo general a sus obras cuenta la historia de un caballero de Perpignan había compuesto una cantiga muy hermosa y que caminando por una calle oyó que un zapatero la cantaba de modo que la dejaba “muy mal fecha”. Airado penetró en la tienda del trabajador y tajó cuanto zapato había. Al protestar éste ante el rey el caballero se justificó diciendo que él no había hecho con los zapatos del artesano sino lo mismo que éste había hecho con su cantiga. (Alborg: 1997, Tomo I p.282). Podríamos concluir, de acuerdo a estos dos ejemplos no mencionados juntos por azar que en la historia literaria española es en el siglo XIV cuando se da en tránsito de una creación comunal o otra de autor con todos los derechos para disponer de sus escritos, sin que otro pudiese intervenir en ellos. Cambiar el texto de otro, a su guisa, era algo censurable para el infante Juan Manuel.
La aparición de la imprenta, a fines del siglo XV significó una revolución en la difusión de las obras literarias que puede decirse dura hasta nuestros días, aunque están apareciendo formas alternativas al papel en el circuito literario. Las antiguas bibliotecas conservaban ejemplares escasos hechos de papiros o de pergaminos y existían especialmente en los conventos que tenían entre sus bienes más preciados a los libros religiosos que eran tan escasos que para consultarlos por partes se hacía una ceremonia pública para darle a un fraile una parte de la biblia, unas semanas más tarde, el lector devolvía en otra ceremonia el ejemplar que había disfrutado. Fue esta escasez la que dio lugar a la aparición de los catecismos que podían leerse, pero también aprenderse de memoria.
Tres siglos después de la existencia de Juan Ruiz fue el momento en el que Miguel de Cervantes Saavedra, concibió, escribió y dio a la imprenta la primera parte de El Quijote. Fue un momento muy interesante en el que dos mentalidades diversas chocaron en la práctica. Hubo algunos propietarios de antiguas bibliotecas que siguieron solazándose con los ejemplares manuscritos que poseían y juzgaban deleznables los libros impresos. Puede decirse que gracias a la imprenta y merced también a la enorme difusión de los espectáculos teatrales la cultura se democratiza y llega a los más apartados lugares. El libro se imprimió en 1605, cuando su autor tenía 57 años, en la imprenta de Juan de la Cuesta y estuvo a cargo del librero editor Francisco de Robles. La dedicatoria estaba dirigida al duque de Béjar. La imagen que tenía Cervantes ante sus contemporáneos escritores era discreta, no era un autor de éxito a pesar de haber escrito varias Novelas ejemplares y un número importante de comedias, verdad que la mayoría sin estrenar. La novela tuvo un éxito sin precedentes en la literatura española, ese mismo año se lanzaron seis ediciones, una en Madrid, tres en Lisboa y dos en Valencia. Cervantes en vida pudo conocer 16 ediciones de la primera parte del Quijote, incluyendo una traducción al inglés de 1812 y otra al francés de 1614. De ser un don nadie, pasó a ser el autor más celebrado de España en aquel momento y lo continúa siendo en la actualidad. Naturalmente fue víctima de las habladurías en los corrillos intelectuales porque como lo sabía él mismo muy bien, en las obras de los mejores se suelen encontrar más yerros.
Fue del todo cierto lo que el mismo Cervantes dice por boca de Sansón Carrasco en la segunda parte de su célebre obra:
“los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran; y finalmente, es tan trillada y tan leída y tan sabido de todo género de gentes, que apenas han visto un rocín flaco cuando dicen: “Allá va Rocinante”. Y los que más se han dado a su lectura son los pajes: no hay antecámara de señor donde no se halle un Don Quijote: unos le toman si otros le dejan; éstos le embisten y aquellos le piden. Finalmente la tal historia es del más gustoso y menos perjudicial entretenimiento que hasta ahora agora se haya visto” (Cervantes: 2015 p.572)
Entretener es la primera razón de ser de la literatura, aunque tal vez no sea la más trascendente. Contar historias es la primera forma de hacer llevadera la existencia, antes que la propia literatura tal como la conocemos. Con el andar del tiempo se buscó en El Quijote todo género de aspectos simbólicos, yendo más allá del explícito propósito de su autor de hacer mofa de las novelas de caballerías que ya estaban en decadencia después de haber gozado de una enorme popularidad. Justo es decir que Cervantes, continuamente, a lo largo del relato va burlándose de los caballeros andantes y que una lectura lineal de la novela puede hacer coincidir ese explícito propósito con la percepción del lector. Los contemporáneos de Cervantes así lo creyeron, uno de los cuales sin duda fue Tirso de Molina quien así lo testimonia en sus Cigarrales. De alguna manera podemos considerar a Cervantes como un vigoroso antecesor de los escritores realistas del siglo XIX puesto que su propósito es disminuir el grado de inverosimilitud de los relatos de caballerías. Si don Quijote cree ver unos gigantes donde solo existe aspas de molinos, estamos frente a la situación que describimos. El escritor realista nos dice que la fantasía del Quijote es la de un alienado. Extraño comportamiento este, el de hombre sensato en casi todas sus actividades, y con actitudes de orate en las circunstancias caballerescas. Quijote es un loco que proyecta a la realidad casi todas las efervescentes quimeras de su desbocada imaginación y que en la sucesión de sus aventuras a lo largo de toda la novela se va encontrando con todo tipo de personajes que pertenecen a la sociedad española de la época, clérigos, hombres de milicia, comerciantes, venteros, zafios campesinos, damas de campanillas, galeotes, duques, bachilleres, amas de casa, en un conglomerado burbujeante de humanidad que andando el tiempo es tomado por los mejores novelistas de los siglos siguientes para hacer precisamente más verosímiles sus relatos. La novela es, desde Cervantes, en su mayor proporción, un caleidoscopio de la realidad. Es precisamente la profusión de personajes, una de las características más importantes de la novela de más vigor en la literatura posterior a Cervantes, desde los novelistas franceses, Balzac, Stendhal, Flaubert, Proust, los rusos, Tolstoi o Dostoievski, a los grandes novelistas de lengua inglesa, Dos Passos, Joyce, Faulkner. Pareciera que el pulular de personajes en un relato, no solo semeja a la vida, sino que es su mejor representación simbólica.
La composición de El Quijote fundamentalmente sigue la disposición de los libros de caballería y trata de lo que sucede al hidalgo y a su escudero, pero no se trata de una repetición constante de hechos encadenados de la misma laya, sino que el carácter pleno de los personajes solo se revela al final de la novela. La imagen que tiene del libro, la mayor parte de los lectores, y que se genera en afirmaciones del propio Cervantes, es que texto puede leerse como una parodia de las novelas de caballería. Los contemporáneos del autor vieron al libro como una fuente de gracia y comicidad que tiene su origen en las múltiples aventuras de los dos protagonistas. Pronto esas dos figuras se convirtieron en arquetipos vivientes, y saltaron de las tapas de los libros para ser, desde ese momento hasta ahora mismo, seres simbólicos a los que acudimos en cualquier tiempo y circunstancia, como lo prueban los decires corrientes de “hacer una quijotada”, “Ir contra los molinos de viento”, “ser ventral como Sancho Panza”. Sin duda, Cervantes quería burlarse de las libros de caballería, cuya popularidad iba sin embargo decreciendo con el paso del tiempo, pero la realización misma de tal propósito fue más lejos, el libro no trata solamente de un loco que proyecta en la realidad las quimeras de su imaginación y que se enfrenta en sus andanzas con todo tipo de gente: aquello que va al lado, la inagotable riqueza humana, el fluir permanente de la vida, el dolor, la alegría, el humor que emana en cada circunstancia de los hechos, son expresados por el genio de Cervantes con una potencia y una gracia inigualables. Por eso decimos, con toda propiedad, a la luz de las experiencias de generaciones de lectores, que el libro que tratamos es el que expresa mejor a lo largo del tiempo la esencia misma del idioma castellano y que su creciente popularidad en el orbe es prueba fundamental de que toca las fibras más íntimas de los más dispares lectores. Es posible que Cervantes no supiese desde el comienzo la hondura de la creación que iba pergeñando, puesto que como primer lector que era de aquello que escribía, era también el inicial sorprendido por los sucesos que iban saliendo de su pluma prodigiosa. Quijote y Sancho no eran personajes acabados, sino que se fueron haciendo y modificando a lo largo de sus aventuras. Esto no quiere decir, sin embargo, que Cervantes sea el ingenio lego que pintó Unamuno en 1905, al insistir en la significación de Don Quijote como una realidad independiente de su autor. A la luz de la teoría literaria contemporánea, podemos sin embargo dar razón al ilustre estudioso español en el sentido de que la imagen de Don Quijote, es una realidad independiente de la mano y el cerebro que lo imaginaron. Pero no podemos considerar que Cervantes no entendiera ni sospechara el alcance de su propia obra, que fuese un instrumento secundario en la escritura misma, una especie de inconsciente medio de la creación literaria. Leo Spitzer, con su habitual rotundidad ha escrito:
No fue Italia con su Ariosto y su Tasso, ni Francia con su Rabelais y su Ronsard, sino España la que nos dio una novela que es un canto y un monumento al escritor en cuanto escritor, en cuanto artista. Porque no nos llamemos a engaño: el protagonista de esta historia no es realmente Don Quijote con su siempre torcida interpretación de la realidad, ni Sancho con su escéptica semiaceptación del quijotismo de su amo, ni mucho menos ninguna de las otras figuras centrales de los episodios ilusionistas intercalados en la novela; el verdadero héroe de la novela lo es Cervantes en persona, el artista que combina un arte de crítica y de ilusión conforme a su libérrima voluntad. Desde el instante en que abrimos el libro hasta el momento en que lo cerramos sentimos que allí hay un poder invisible y omnipotente que nos lleva adonde y como quiere. (4) (Spitzer: 1961 p.178)
Resumiendo diremos que Unamuno subraya la importancia del texto mismo y Spitzer pone énfasis en la voluntad del autor, en su señorío al escribir y convertirse en el más importante escritor de la lengua española.
En su primera parte El Quijote intercala una serie de relatos episódicos que pertenecen a toda la literatura imaginativa que conocía Cervantes, y estos episodios han sido valorados de distintas maneras pues tienen mucha intensidad y belleza, pero una parte importante de los críticos los considera improcedentes pues interrumpen la acción principal y distraen al lector de las peripecias de los protagonistas. Esta profusión de cuentos y episodios según algunos no parece proceder de una abundancia creadora y quienes admiramos al célebre autor tenemos que admitir que hace una especie de alto en el camino de la creación. Sin embargo, debemos acotar que también de Homero se dijo parecidas cosas, cuando se afirmó que a veces dormita sin dejar de ser él mismo. Cervantes creía, y lo explicó en el capítulo XLIV de la segunda parte, que al reducirse el texto a las aventuras de sus dos personajes faltase variedad a su novela y produjese fastidio al lector y por boca de Cide Hamete se lamenta de
haber tomado entre manos una historia tan seca y tan limitada como ésta de don Quijote, por parecer de que siempre había de hablar dél y de Sancho, sin osar entenderse a otras digresiones y episodios más graves y entretenidos; y decía que el ir siempre atenido el entendimiento, la mano y la pluma a escribir de un solo sujeto y hablar por las bocas de pocas personas era un trabajo incomportable cuyo fruto no redundaba en el de su autor, y que por huir desde inconveniente había usado en la primera parte del artificio de algunas novelas, como fueron las del Curioso impertinente y la del Capitán cautivo, que están como separadas de la historia, puesto que las demás que allí se cuentan son casos sucedidos al mismo don Quijote, que no podían dejar de contarse. (Cervantes: 2015 p.877)
En esta segunda parte de Don Quijote, aparecida en 1615, Cervantes es muy consciente de sus propias capacidades, sabe que tiene habilidad, suficiencia y entendimiento para tratar del universo todo y comprende que tiene una inmensa materia narrativa y que su angustia de escritor se posa en el escoger y el renunciar. Posee ahora un pleno dominio sobre el argumento central y en general deja de lado episodios y relatos auxiliares. Cuando estos aparecen están indisolublemente ligados a la propia actividad del personaje central y así aparecen historias, episodios que aparecen zurcidos con hilo invisible a la narración principal. La pluma de Cervantes tiene entonces una fertilidad, variedad, penetración psicológica, para describir a todo tipo de personajes, en diálogo permanente, en una interminable serie de aventuras. La descripción de lo que ocurre en esta segunda parte de la novela es sólo un pálido reflejo de su interés. Cervantes se interesa por todo tipo de personaje, sin idealizarlos, en el convencimiento de que cada individuo es valioso en sí mismo, que cada ser humano es diferente a otro, y que todos los hombres y mujeres son susceptibles de ser convertidos en materia literaria. El argumento se puede describir de manera sucinta: el bachiller Sansón Carrasco, vecino del pueblo de don Quijote, con el propósito de curar a su amigo de la locura lo anima a una tercera salida; disfrazado de caballero, “del Bosque” y “de los Espejos” se hace el encontradizo con don Quijote y lo desafía, pero queda vencido. En un segundo intento y bajo el nombre de “Caballero de la Blanca Luna” derrota a don Quijote y le impone como condición que se retire a su aldea y renuncie a las aventuras durante un año. Don Quijote regresa a su pueblo y muere poco después de llegar, después de haber recobrado la razón.
En el capítulo LXII de la segunda parte de El Quijote, el célebre hidalgo llega a una imprenta:
Sucedió pues que yendo por una calle alzó los ojos don Quijote y vio escrito sobre una puerta, con letras muy grandes: “Aquí se imprimen libros” de lo que se contentó mucho porque hasta entonces no había visto imprenta alguna y deseaba saber cómo fuese. Entro dentro, con todo su acompañamiento, y vio tirar en una parte, corregir en otra, componer en ésta, y finalmente, toda aquella máquina que en las imprentas grandes se muestra. Llegábase don Quijote a un cajón y preguntaba qué era aquello que allí se hacía; dábanle cuenta los oficiales, admirábase y pasaba adelante[…] Pasó adelante y vio que asimismo estaban corrigiendo otro libro y preguntó su título le respondieron que se llamaba Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal, vecino de Tordesillas.
-Yo ya tengo noticia de este libro- dijo don Quijote- y en verdad y en mi conciencia que pensé que ya estaba quemado y hecho polvos por impertinente; pero en San Martín se le llegará como a cada puerco, que las historias fingidas tanto tienen de buenas y deleitables cuando se llega a la verdad o a su semejanza de ella, y las verdaderas, tanto son mejores cuanto son más verdaderas.
Y diciendo esto, con muestras de algún despecho, se salió de la imprenta. […]
(Cervantes: 2015 p.1033)
Como es sabido, en la época no existían los acuerdos internacionales de los derechos de autor y un escritor de éxito y su propio editor quedaban expuestos a que la obra fuese editada inmediatamente por otros. En España existía la posibilidad de solicitar al rey un privilegio para que, durante cierto número de años y en un territorio determinado, nadie pudiese, legalmente, editar la obra. Cervantes no obtuvo pingües ganancias con su libro más famoso y no tenía posibilidad de detener las ediciones fraudulentas, ni tampoco supo que salía de las imprentas una apócrifa continuación de su obra magnífica, pero aprovechó la circunstancia ¡y de qué modo! Lo cierto es que en julio de 1614, en la estación de los calores, cuando en España disminuye la actividad intelectual vio la luz en Tarragona un libro firmado por el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda bajo el nombre de Segundo tomo del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha que contiene su tercera salida; y es la quinta parte de sus aventuras. Con ese título, el autor, cuya identidad jamás se ha podido precisar, asunto que soslayamos, para ir al fondo de la cuestión, rinde un explícito homenaje al propio Cervantes, al que vitupera, sin embargo en las páginas que escribe. Cervantes en la primera edición de El Quijote había dividido la obra en cuatro partes, y Avellaneda, como se conoce al autor de la obra apócrifa, dice, desde el título que va a continuar con la obra iniciada por otro. Pero lo primero que hace es injuriar a Cervantes en el prólogo y sale en defensa de Lope de Vega, que había sido atacado por aquel en la primera edición. De este hecho arrancan dos conjeturas, una, que el autor novísimo era personaje del círculo de Lope, lo que, pasados varios siglos parece ser verdad, y otra, que era el mismo Lope, de lo que se puede dudar, pues Lope guardó sus mejores esfuerzos para el teatro y la poesía. Más probable es que Avellaneda escribiese el libro para obtener dinero e indirecta fama a la sombra de Cervantes. Este, sin duda, supo más sobre el tema de lo que escribió cuando dijo sin ambages que se trataba de un seudónimo. Según ahora bien sabemos, la obra de Avellaneda no tuvo ninguna repercusión en su momento, puesto que no aparece mencionada por ningún autor del siglo XVII y solo fue reeditada en 1732. Según documenta Juan Luis Alborg (Alborg 1970, p 193) las ediciones de la obra apócrifa son de 1614, 1832, 1905, 1916, 1946, 1947, y 1958. En un recorrido por librerías peruanas a nosotros mismos nos ha sido imposible hallar una edición reciente. En opinión de Marcelino Menéndez Pelayo, quien hace el prólogo de la edición de 1905 El Quijote apócrifo no carece de habilidad narrativa ni anda falta de episodios interesantes y bien imaginados y es innegable la fuerza cómica de algunos pasajes, pero equivoca sus designios en lo principal, Avellaneda no comprendió la sutileza con la que Cervantes había dibujado a don Quijote, mientras el personaje salido de la pluma del manco de Lepanto tiene delicado idealismo, discurre con propiedad sobre casi todos los asuntos humanos con excepción del tema de la caballería, el de Avellaneda es un loco bravucón que sigue en los detalles más no en lo principal, el camino que había trazado Cervantes: amenaza, profiere insultos, mantiene sus características sin ninguna evolución. Hay mucha distancia también entre la socarronería, ingenua y maliciosa, del Sancho cervantino y la grosería y la glotonería con la que Avellaneda presenta al suyo. El falsario ha hecho, sin duda, la caricatura de ambos personajes y haciéndolo se convirtió involuntariamente en el primer panegirista de nuestro celebrado autor, Miguel de Cervantes. Para decirlo en pocas palabras: Cervantes narra su novela con gracia inigualable y, situado en la antípoda, Avellaneda, no fue un protegido por los dioses. Avellaneda, por ejemplo, hace renunciar al caballero al amor de Dulcinea, y a partir de ese instante, don Quijote se transforma en el Caballero Desamorado y así se presenta en toda la novela, mientras que el auténtico don Quijote asegura que no puede olvidar, ni olvidará a Dulcinea del Toboso, no puede caber olvido para quien su blasón es la firmeza, y su profesión es guardarla con suavidad y sin hacerse fuerza alguna. El Quijote de Avellaneda, un demente absoluto, termina encerrado en una casa de locos en Toledo, mientras el de Cervantes, si hemos de creer a lo que se dice en el texto, don Quijote muere en su lecho habitual, creyendo que tiene la cordura recuperada, aunque la célebre especialista Margit Frenk pone entre signos de interrogación tal aseveración. Escribe:
…¿por qué nosotros, los lectores antiguos y modernos le creemos a don Quijote cuando afirma que ya está cuerdo? ¿Acaso le hemos creído cuando, reiteradamente, afirmaba haber socorrido viudas, amparado huérfanos y doncellas, vencido a gigantes y vestiglos, o cuando sostiene que princesas y reinas se han enamorado de él? ¿Solo porque al final de su vida dice cosas sensatas y actúa como el buen cristiano que nunca fue?
Pienso que Cervantes proyectó sobre la afirmación de la cordura de su héroe un gran signo de interrogación. Cuando leemos atentamente descubrimos en el texto indicios de que don Quijote no puede ya recuperar el juicio perdido. (Frenk: 2015 p. 109)
Desde el punto de vista de técnica narrativa y de aprovechamiento de la circunstancia de que había aparecido un autor falsario, el mejor momento para Cervantes es cuando en el segundo tomo de su novela, en el capítulo LXXII aparece un personaje llamado Álvaro Tarfe, casi al final de esta prodigiosa obra de ficción. Don Quijote lo reconoce como un personaje que aparece en el Quijote apócrifo de Avellaneda y que por lo tanto ha conocido tanto al falso Don Quijote como al falso escudero cuyas aventuras andas impresas y a los cuales se alude socarronamente en varios puntos. El encuentro con Álvaro Tarfe sirve para contrastar las diferencias entre los falsos personajes de Avellaneda y los verdaderos del propio Cervantes y subrayar la baja calidad del antagonista que se había apropiado de la historia que originalmente estaba en el magín del manco de Lepanto. Tarfe acaba por reconocer ante un alcalde y un escribano la falsedad e inferioridad de aquella imitación, frente a la superioridad del caballero y escudero ante los que se presenta a pesar de que él mismo pretende ser amigo de aquel otro Quijote, el de Avellaneda al que dice haber convencido para que concurriese a unas justas en Zaragoza. El hidalgo de Cervantes le responde que él es el verdadero Don Quijote “y no ese desventurado que ha querido usurpar mi nombre y honrarse con mis pensamientos.” Los personajes dialogan haciendo referencia a la obra en la que están inmersos como si fuera algo externo a ellos mismos. He aquí algunos de estos pasajes:
-Mi nombre es Álvaro Tarfe- respondió el huésped.
A lo que replicó don Quijote:
-Sin duda pienso que vuestra merced debe ser aquel don Álvaro Tarfe que anda impreso en la segunda parte de la historia de don Quijote de la Mancha recién impresa y dada a la luz del mundo por un autor moderno.
-El mismo soy- respondió el caballero y el tal don Quijote, sujeto principal de la tal historia, fue grandísimo amigo mío y yo fui el que lo sacó de su tierra, o al menos le moví a que viniese a unas justas que se hacían en Zaragoza, adonde yo iba, y en verdad en verdad que le hice muchas amistades y que le quité de que no le palmease las espaldas el verdugo por ser demasiado atrevido.
-Y dígame vuestra merced, don Álvaro, ¿parezco yo en algo a ese tal don Quijote que vuestra merced dice?
-No, por cierto,-respondió el huésped-, en ninguna manera.
-Y ese don Quijote dijo el nuestro- ¿traía consigo a un escudero llamado Sancho Panza?
- Sí traía- respondió don Álvaro-; y aunque tenía fama de muy gracioso, nunca le oí decir gracia que la tuviese.
-Eso creo yo muy bien – dijo a esta sazón Sancho-, porque el decir gracias no es para todos, y ese Sancho que vuestra merced dice, señor gentilhombre, debe ser algún grandísimo bellaco, frion y ladrón juntamente, que el verdadero Sancho Panza soy yo, que tengo más gracias que llovidas, y, si no, haga vuestra merced la experiencia y ándase tras de mí por lo menos un año , y verá que se me caen a cada paso , y tales y tantas, que si saber yo las más veces lo que me digo hago reír a cuantos me escuchan , y el verdadero don Quijote de la Mancha, el famoso, el valiente y el discreto, el enamorado, el desfacedor de agravios, el tutor de pupilos y huérfanos, el matador de las doncellas, el que tiene por única señora a la sin par Dulcinea del Toboso, es este señor que está presente, que es mi amo: cualquier otro don Quijote y cualquier otro Sancho Panza es burlería y cosa de sueño.
-Por Dios que lo creo- respondió don Álvaro-, porque más gracias habéis dicho vos, amigo, en cuatro razones que habéis hablado que el otro Sancho Panza en cuantas yo le oí hablar, que fueron muchas! Más tenía de comilón que de bien hablado, y más de tonto que de gracioso, y tengo por sin duda que los encantadores que persiguen a don Quijote el bueno han querido perseguirme a mí con don Quijote el malo. Pero no sé qué me diga, que osaré jurar que lo dejo metido en la Casa del Nuncio, en Toledo, para que le curen y ahora remanece aquí otro don Quijote, aunque diferente del mío.
-Yo, dijo don Quijote- no sé si soy bueno, pero sé decir que no soy el malo. Para prueba de lo que quiero que sepa vuesa merced, mi señor don Álvaro Tarfe, que en todos los días de mi vida no he estado en Zaragoza, antes por haberme dicho que ese Quijote fantástico se había hallado en las justas de esa ciudad no quise yo entrar en ella, por sacar a las barbas del mundo su mentira, y, así, me pasé de claro a Barcelona, archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres,, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y en sitio y en belleza, única; y aunque los sucesos que en ella me han sucedido no son de mucho gusto, sino de mucha pesadumbre, los llevo sin ella, solo por haberla visto. Finalmente señor don Álvaro Tarfe, yo soy don Quijote de la Mancha, el mismo que dice la fama y no ese desventurado que ha querido usurpar mi nombre y honrarse con mis pensamientos. A vuestra merced suplico, por lo que debe a ser caballero, sea servido de hacer una declaración ante el alcalde de este lugar de que vuestra merced no me ha visto en todos los días de su vida hasta ahora, , y de que yo no soy el don Quijote impreso en la segunda parte, ni este Sancho Panza mi escudero es aquel que vuestra merced conoció.
-Eso haré yo de muy buena gana –respondió don Álvaro-, puesto que cause admiración ver dos don Quijotes y dos Sanchos a un mismo tiempo tan conformes con los nombres como diferentes en las acciones; y vuelvo a decir y me afirmo que no he visto lo que he visto, ni ha pasado por mí lo que ha pasado. (Cervantes, 2015, p.1091-1092)
Han pasado cientos de años, más de cuatrocientos, desde que Miguel de Cervantes escribió estas líneas y su natural preeminencia está fuera de toda duda, su nombre está ligado al de los célebres personajes que nacieron de su estro y de su pluma. Si nos acordamos de Alonso Fernández de Avellaneda, es porque abrevó en la fuente cervantina, como si de ahí manara toda la literatura. Podemos explicarnos siempre, como lo han hecho Unamuno u Ortega y Gasset, o Spitzer, o Darío Villanueva, las razones por las que el libro se mantiene en la preferencia de muchísimas personas en todo el orbe. Más difícil de comprender, es por qué escritores tan variados y diferentes entre sí, desde Juan Montalvo hasta Pérez Reverte, se hacen continuadores de Cervantes, toman sus personajes y vuelven a escribir sus aventuras. Si Cervantes lo supiese, seguramente no se enojaría, sabría que en esas plumas variadas está también una de las razones de su propia eternidad.
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