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FANNY JEM WONG |
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SENTIMIENTOS : ALEGRÍA , ESPERANZA, FUERZA OTROS |
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Sobre un pensamiento de Víctor Hugo
Por Guido Ceronetti
Es hermoso este pensamiento de Hugo, reservorio inagotable de sentencias: “La infancia tiene esto de inefable, que en ella se pueden agotar todos los amores”. Lo aprovecho para advertir: los amores es mejor no agotarlos con nadie, no concentrarlos nunca, especialmente cuando se trata de infancias. Quien goza con el sufrimiento, naturalmente, agota y concentra todo en un único objeto.
Amad la infancia con moderación y cautela. Nos devuelve el amor sólo aparentemente, porque el amor es un sentimiento maduro que la infancia no comprende. (En cambio, devuelve con profundidad el odio, nacido del miedo, sentimiento infantilísimo, que siente y entiende a la perfección). Los padres muy jóvenes, esos amigos de los niños, casi siempre los aman sin exceso y se salvan. Ah, ¡cuán ávida está la infancia de amor! Se lo apropia con rabia, lo muerde, lo mastica, se harta de él y al final nos escupe en la cara un veneno fabricado por sus violentísimos jugos gástricos con vuestro pesado, y para ella indigerible, amor.
Niños o adolescentes, es lo mismo. Balanza justa entre la soledad y la distancia; medida. Si os resulta imposible no amarlos, escondedle, por caridad, una verdad que será infaliblemente usada contra vosotros. Estad listos para prestarles ayuda, fingiendo estar ocupados en otra cosa. “Papá, una serpiente me está ahogando”. Moveos lentamente, examinad la situación con sangre fría. Si en realidad hay una serpiente y el niño y la niña han sido enroscados y les falta el aliento, mantened la calma y dejad que la serpiente apriete todavía un poco, de otra manera pensarán que se les ama demasiado y que basta un grito de ellos para meteros en la tortura. Cuando empiecen a volverse cianóticos, intervenid y salvadlos. Os agradecerán no haberos movido demasiado pronto, cuando todavía, aún si pidiendo socorro a gritos, pensaban con la cabeza embotada que en realidad era inútil liberarlos de la serpiente.
Un poeta que tenía un ojo más profundo y despiadado que Hugo, contaba la historia de una mujer magnífica, vestida de luto, vislumbrada en un concierto al aire libre, con un niño de la mano, y de su soledad: “porque el niño es turbulento, egoísta, sin dulzura ni paciencia; y no puede siquiera, como el animal puro, como el perro o el gato, servir de confidente a los dolores solitarios” (Baudelaire, Las viudas). Quien tiene un perro no está solo; quien sólo tiene un niño está solo.
Aquello que nos empapa de amor es la debilidad de la infancia. Pero al contrario, se trata de un Sixto V, de un coloso disfrazado de plumas. La infancia es el hombre libre de los frenos morales: es el hombre famélico, antropófago, incestuoso, el hombre natural, es decir criminal. Vuestro amor por su presunta debilidad alimenta terriblemente su fuerza. Blandirá su egoísmo como una maza de hierro y la depositará sobre vuestro cráneo con la gentileza de un verdugo, mientras vosotros contempláis, en éxtasis, en un falso espejo, una fragilidad inexistente.
Si bien lo fantástico, el sueño, la locura y el crimen crean en todas partes situaciones de todo tipo, en las relaciones comunes, bíblicas, normales, del amor por la infancia y también un poco más allá queda excluida la connivencia sexual. De desilusiones, estupores, sortilegios, traiciones y aspavientos ya hay suficiente más acá de la puerta maldita que introduce al fondo más repugnante y caótico del crimen, y quien la cruza no merita indulgencia ni piedad.
La lanterna del filosofo, Adelphi, 2005, pp. 52-54.
Traducción de Ernesto Hernández Busto.
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