CEDAZO POR MARCO MARTOS CARRERA
En las tardes de canícula sacaba mi petate
y lo colocaba al fondo del patio. El aire apenas se movía,
sentía que me asfixiaba. Faltaba el agua, lo más preciado.
Como mi piel era delicada colocaba alguna cobija
sobre el entramado y disfrutaba tanto y tanto
del sopor de las horas y dormía a ratos.
Cuando los calores se iban y venía la noche,
qué paz, qué tranquilidad, hasta que mi abuela me llamaba
para que manejase el cedazo y escogiese las menestras,
el arroz, con mis manos de niño obediente.
Hace poco soñé, después de tantos años,
que manejaba un cedazo en medio de las heladas,
que quedaban pedrezuelas brillantes en la superficie,
diamantes que era ajenos, de la tierra misma
que me reclamaba con sus bramidos.
Abrí entonces la puerta de la casa y sentí un aire gélido
azotándome como un latigazo en esos fríos supremos.
Arrojé los diamantes a la nieve y el espectáculo fue muy hermoso.
Luego llovió con furia, como en mi pueblo en el verano
en los años que vivía mi abuela. Me quedé con la cazcarria,
ese lodo seco que mancha el hilván del pantalón
cuando atraviesas los riachuelos.