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FANNY JEM WONG |
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Paz, Octavio 1 |
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Paz, Octavio
Poeta y ensayista mexicano nacido en Mixcoac, Ciudad de México en 1914. Es un poeta de todas las horas. Prevalece en sus poemas la madurez del día, madurez gozosa que se identifica
con el encuentro y el abrazo nupcial de la pareja. Paz, es el poeta de las nupcias: en sus textos líricos copulan el cielo y la tierra, el hombre y la mujer, los animales, los astros, las plantas, las palabras, y copulan alegre y satisfactoriamente. A través del amor y el erotismo, Paz descubre y puebla un mundo en el que el hombre y la mujer luchan, se despedazan y surgen nuevamente de sus cenizas.
En 1990 obtuvo el Premio Nobel de Literatura como reconocimiento por su obra.Entre sus libros más destacados, se encuentran «El Laberinto de la Soledad», «El Arco y la Lira», «Águila o Sol»
y «Libertad bajo Palabra».
Falleció en 1998
A través
Doblo la página del día,
escribo lo que me dicta
el movimiento de tus pestañas.
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Mis manos
abren las cortinas de tu ser
te visten con otra desnudez
descubren los cuerpos de tu cuerpo
Mis manos
inventan otro cuerpo a tu cuerpo.
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Entro en ti,
veracidad de la tiniebla.
Quiero las evidencias de lo oscuro,
beber el vino negro:
toma mis ojos y reviéntalos.
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Una gota de noche
sobre la punta de tus senos:
enigmas del clavel.
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Al cerrar los ojos
los abro dentro de tus ojos.
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En su lecho granate
siempre está despierta
y húmeda tu lengua.
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Hay fuentes
en el jardín de tus arterias.
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Con una máscara de sangre
atravieso tu pensamiento en blanco:
desmemoria me guía
hacia el reverso de la vida.
Árbol quieto entre nubes
Aquel joven soldado
era sonriente y tímido y erguido
como un joven durazno.
El vello de su rostro se doraba
con el rubor de los duraznos
al amarillo sol de mediodía.
Sus ademanes eran
como los ademanes del durazno
cuando el viento lo mueve, en la colina.
Si sonreía era su sonrisa
un imprevisto florecer durazno.
Una ráfaga a veces lo nublaba
y entonces, serio, ensimismado,
era un durazno al aire, deshojado.
Jugaba con los niños, en la tarde,
con un fervor nostálgico, lejano,
con la misma ternura de la ola
que se aleja volviendo la cabeza.
Un viento melancólico barría
nubes en flor, apenas nubes,
y en el jardín volaban hojas
¡oh despeinada primavera!
Árbol quieto entre nubes, hojas, niños,
se preguntaba aquel soldado:
¿Es nube todo, todo es hoja, viento?
¿Los familiares árboles son nubes?
¿Esta rama que toco, esta corteza,
estos niños, son nubes? ¿Nube el sueño
y la muchacha aquella y su perfume,
fantasma de la carne, nube, espuma
apenas sostenida por el viento?
Y se alejó, callada nube negra.
Un cuerpo, un cuerpo solo, un sólo cuerpo
un cuerpo como día derramado
y noche devorada;
la luz de unos cabellos
que no apaciguan nunca
la sombra de mi tacto;
una garganta, un vientre que amanece
como el mar que se enciende
cuando toca la frente de la aurora;
unos tobillos, puentes del verano;
unos muslos nocturnos que se hunden
en la música verde de la tarde;
un pecho que se alza
y arrasa las espumas;
un cuello, sólo un cuello,
unas manos tan sólo,
unas palabras lentas que descienden
como arena caída en otra arena….
Esto que se me escapa,
agua y delicia obscura,
mar naciendo o muriendo;
estos labios y dientes,
estos ojos hambrientos,
me desnudan de mí
y su furiosa gracia me levanta
hasta los quietos cielos
donde vibra el instante;
la cima de los besos,
la plenitud del mundo y de sus formas.
Como quien oye llover
Óyeme como quien oye llover,
ni atenta ni distraída,
pasos leves, llovizna,
agua que es aire, aire que es tiempo,
el día no acaba de irse,
la noche no llega todavía,
figuraciones de la niebla
al doblar la esquina,
figuraciones del tiempo
en el recodo de esta pausa,
óyeme como quien oye llover,
sin oírme, oyendo lo que digo
con los ojos abiertos hacia adentro,
dormida con los cinco sentidos despiertos,
llueve, pasos leves, rumor de sílabas,
aire y agua, palabras que no pesan:
lo que fuimos y somos,
los días y los años, este instante,
tiempo sin peso, pesadumbre enorme,
óyeme como quien oye llover,
relumbra el asfalto húmedo,
el vaho se levanta y camina,
la noche se abre y me mira,
eres tú y tu talle de vaho,
tú y tu cara de noche,
tú y tu pelo, lento relámpago,
cruzas la calle y entras en mi frente,
pasos de agua sobre mis párpados,
óyeme como quien oye llover,
el asfalto relumbra, tú cruzas la calle,
es la niebla errante en la noche,
como quien oye llover
es la noche dormida en tu cama,
es el oleaje de tu respiración,
tus dedos de agua mojan mi frente,
tus dedos de llama queman mis ojos,
tus dedos de aire abren los párpados del tiempo,
manar de apariciones y resurrecciones,
óyeme como quien oye llover,
pasan los años, regresan los instantes,
¿oyes tus pasos en el cuarto vecino?
no aquí ni allá: los oyes
en otro tiempo que es ahora mismo,
oye los pasos del tiempo
inventor de lugares sin peso ni sitio,
oye la lluvia correr por la terraza,
la noche ya es más noche en la arboleda,
en los follajes ha anidado el rayo,
vago jardín a la deriva
entra, tu sombra cubre esta página.
Contra la noche sin cuerpo…
Contra la noche sin cuerpo
se desgarra y se abraza
la pena sola.
Negro pensar y encendida semilla
pena de fuego amargo y agua dulce
la pena en guerra.
Claridad de latidos secretos
planta de talle transparente
vela la pena.
Calla en el día canta en la noche
habla conmigo y habla sola
alegre pena.
Ojos de sed pechos de sal
entra en mi cama y entra en mi sueño
amarga pena.
Bebe mi sangre la pena pájaro
puebla la espera mata la noche
la pena viva.
Sortija de la ausencia
girasol de la espera y amor en vela
torre de pena.
Contra la noche la sed y la ausencia
gran puñado de vida
fuente de pena.
Cuerpo a la vista
Y las sombras se abrieron otra vez
y mostraron su cuerpo:
tu pelo, otoño espeso, caída de agua solar,
tu boca y la blanca disciplina
de tus dientes caníbales,
prisioneros en llamas,
tu piel de pan apenas dorado
y tus ojos de azúcar quemada,
sitios en donde el tiempo no transcurre,
valles que sólo mis labios conocen,
desfiladero de la una que asciende
a tu garganta entre tus senos,
cascada petrificada de la nuca,
alta meseta de tu vientre,
playa sin fin de tu costado.
Tus ojos son los ojos fijos del tigre
y un minutos después
son los ojos húmedos del perro.
Siempre hay abejas en tu pelo.
Tu espalda fluye tranquila bajo mis ojos
como las espalda del río a la luz del incendio.
Aguas dormidas golpean día y noche
tu cintura de arcilla
y en tus costas,
inmensas como los arenales de la luna,
el viento sopla por mi boca
y un largo quejido cubre con sus dos alas grises
la noche de los cuerpos,
como la sombra del águila la soledad del páramo.
Las uñas de los dedos de tus pies
están hechas del cristal del verano.
Entre tus piernas hay un pozo de agua dormida,
bahía donde el mar de noche se aquieta,
negro caballo de espuma,
cueva al pie de la montaña que esconde un tesoro,
boca de horno donde se hacen las hostias,
sonrientes labios entreabiertos y atroces,
nupcias de la luz y la sombra,
de lo visible y lo invisible
(allí espera la carne su resurrección
y el día de la vida perdurable)
Patria de sangre,
única tierra que conozco y me conoce,
única patria en la que creo,
única puerta al infinito.
Dame, llama invisible, espada fría…
Dame, llama invisible, espada fría,
tu persistente cólera,
para acabar con todo,
oh mundo seco,
oh mundo desangrado,
para acabar con todo.
Arde, sombrío, arde sin llamas,
apagado y ardiente,
ceniza y piedra viva,
desierto sin orillas.
Arde en el vasto cielo, laja y nube,
bajo la ciega luz que se desploma
entre estériles peñas.
Arde en la soledad que nos deshace,
tierra de piedra ardiente,
de raíces heladas y sedientas.
Arde, furor oculto,
ceniza que enloquece,
arde invisible, arde
como el mar impotente engendra nubes,
olas como el rencor y espumas pétreas.
Entre mis huesos delirantes, arde;
arde dentro del aire hueco,
horno invisible y puro;
arde como arde el tiempo,
como camina el tiempo entre la muerte,
con sus mismas pisadas y su aliento;
arde como la soledad que te devora,
arde en ti mismo, ardor sin llama,
soledad sin imagen, sed sin labios.
Para acabar con todo,
oh mundo seco,
para acabar con todo.
Decir, hacer
A Roman Jakobson
Entre lo que veo y digo,
Entre lo que digo y callo,
Entre lo que callo y sueño,
Entre lo que sueño y olvido
La poesía.
Se desliza entre el sí y el no:
dice
lo que callo,
calla
lo que digo,
sueña
lo que olvido.
No es un decir:
es un hacer.
Es un hacer
que es un decir.
La poesía
se dice y se oye:
es real.
Y apenas digo
es real,
se disipa.
¿Así es más real?
Idea palpable,
palabra
impalpable:
la poesía
va y viene
entre lo que es
y lo que no es.
Teje reflejos
y los desteje.
La poesía
siembra ojos en las páginas
siembra palabras en los ojos.
Los ojos hablan
las palabras miran,
las miradas piensan.
Oír
los pensamientos,
ver
lo que decimos
tocar
el cuerpo
de la idea.
Los ojos
se cierran
Las palabras se abren.
Día
¿De qué cielo caído,
oh insólito,
inmóvil solitario en la ola del tiempo?
Eres la duración,
el tiempo que madura
en un instante enorme, diáfano:
flecha en el aire,
blanco embelesado
y espacio sin memoria ya de flecha.
Día hecho de tiempo y de vacío:
me deshabitas, borras
mi nombre y lo que soy,
llenándome de ti: luz, nada.
Y floto, ya sin mí, pura existencia.
Dos cuerpos
Dos cuerpos frente a frente
son a veces dos olas
y la noche es océano.
Dos cuerpos frente a frente
son a veces dos piedras
y la noche desierto.
Dos cuerpos frente a frente
son a veces raíces
en la noche enlazadas.
Dos cuerpos frente a frente
son a veces navajas
y la noche relámpago.
El mar, el mar y tú, plural espejo…
El mar, el mar y tú, plural espejo,
el mar de torso perezoso y lento
nadando por el mar, del mar sediento:
el mar que muere y nace en un reflejo.
El mar y tú, su mar, el mar espejo:
roca que escala el mar con paso lento,
pilar de sal que abate el mar sediento,
sed y vaivén y apenas un reflejo.
De la suma de instantes en que creces,
del círculo de imágenes del año,
retengo un mes de espumas y de peces,
y bajo cielos líquidos de estaño
tu cuerpo que en la luz abre bahías
al oscuro oleaje de los días.
Elegía interrumpida
Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.
Al primer muerto nunca lo olvidamos,
aunque muera de rayo, tan aprisa
que no alcance la cama ni los óleos.
Oigo el bastón que duda en un peldaño,
el cuerpo que se afianza en un suspiro,
la puerta que se abre, el muerto que entra.
De una puerta a morir hay poco espacio
y apenas queda tiempo de sentarse,
alzar la cara, ver la hora
y enterarse: las ocho y cuarto.
Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.
La que murió noche tras noche
y era una larga despedida,
un tren que nunca parte, su agonía.
Codicia de la boca
al hilo de un suspiro suspendida,
ojos que no se cierran y hacen señas
y vagan de la lámpara a mis ojos,
fija mirada que se abraza a otra,
ajena, que se asfixia en el abrazo
y al fin se escapa y ve desde la orilla
cómo se hunde y pierde cuerpo el alma
y no encuentra unos ojos a que asirse…
¿Y me invitó a morir esa mirada?
Quizá morimos sólo porque nadie
quiere morirse con nosotros, nadie
quiere mirarnos a los ojos.
Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.
Al que se fue por unas horas
y nadie sabe en qué silencio entró.
De sobremesa, cada noche,
la pausa sin color que da al vacío
o la frase sin fin que cuelga a medias
del hilo de la araña del silencio
abren un corredor para el que vuelve:
suenan sus pasos, sube, se detiene…
Y alguien entre nosotros se levanta
y cierra bien la puerta.
Pero él, allá del otro lado, insiste.
Acecha en cada hueco, en los repliegues,
vaga entre los bostezos, las afueras.
Aunque cerremos puertas, él insiste.
Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.
Rostros perdidos en mi frente, rostros
sin ojos, ojos fijos, vaciados,
¿busco en ellos acaso mi secreto,
el dios de sangre que mi sangre mueve,
el dios de yelo, el dios que me devora?
Su silencio es espejo de mi vida,
en mi vida su muerte se prolonga:
soy el error final de sus errores.
Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.
El pensamiento disipado, el acto
disipado, los nombres esparcidos
(lagunas, zonas nulas, hoyos
que escarba terca la memoria),
la dispersión de los encuentros,
el yo, su guiño abstracto, compartido
siempre por otro (el mismo) yo, las iras,
el deseo y sus máscaras, la víbora
enterrada, las lentas erosiones,
la espera, el miedo, el acto
y su reverso: en mí se obstinan,
piden comer el pan, la fruta, el cuerpo,
beber el agua que les fue negada.
Pero no hay agua ya, todo está seco,
no sabe el pan, la fruta amarga,
amor domesticado, masticado,
en jaulas de barrotes invisibles
mono onanista y perra amaestrada,
lo que devoras te devora,
tu víctima también es tu verdugo.
Montón de días muertos, arrugados
periódicos, y noches descorchadas
y en el amanecer de párpados hinchados
el gesto con que deshacemos
el nudo corredizo, la corbata,
y ya apagan las luces en la calle
?saluda al sol, araña, no seas rencorosa?
y más muertos que vivos entramos en la cama.
Es un desierto circular el mundo,
el cielo está cerrado y el infierno vacío.
Escrito con tinto verde
La tinta verde crea jardines, selvas, prados,
follajes donde cantan las letras,
palabras que son árboles,
frases que son verdes constelaciones.
Deja que mis palabras, oh blanca, desciendan y te cubran
como una lluvia de hojas a un campo de nieve,
como la yedra a la estatua,
como la tinta a esta página.
Brazos, cintura, cuello, senos,
la frente pura como el mar,
la nuca de bosque en otoño,
los dientes que muerden una brizna de yerba.
Tu cuerpo se constela de signos verdes
como el cuerpo del árbol de renuevos.
No te importe tanta pequeña cicatriz luminosa:
mira al cielo y su verde tatuaje de estrellas.
Espejo
Hay una noche,
un tiempo hueco, sin testigos,
una noche de uñas y silencio,
páramo sin orillas,
isla de yelo entre los días;
una noche sin nadie
sino su soledad multiplicada.
Se regresa de unos labios
nocturnos, fluviales,
lentas orillas de coral y savia,
de un deseo, erguido
como la flor bajo la lluvia, insomne
collar de fuego al cuello de la noche,
o se regresa de uno mismo a uno mismo,
y entre espejos impávidos un rostro
me repite a mi rostro, un rostro
que enmascara a mi rostro.
Frente a los juegos fatuos del espejo
mi ser es pira y es ceniza,
respira y es ceniza,
y ardo y me quemo y resplandezco y miento
un yo que empuña, muerto,
una daga de humo que le finge
la evidencia de sangre de la herida,
y un yo, mi yo penúltimo,
que sólo pide olvido, sombra, nada,
final mentira que lo enciende y quema.
De una máscara a otra
hay siempre un yo penúltimo que pide.
Y me hundo en mí mismo y no me toco.
Fábula de Joan Miró
El azul estaba inmovilizado entre el rojo y el negro.
El viento iba y venía por la página del llano,
encendía pequeñas fogatas, se revolcaba en la ceniza,
salía con la cara tiznada gritando por las esquinas,
el viento iba y venía abriendo y cerrando puertas y ventanas,
iba y venía por los crepusculares corredores del cráneo,
el viento con mala letra y las manos manchadas de tinta
escribía y borraba lo que había escrito sobre la pared del día.
El sol no era sino el presentimiento del color amarillo,
una insinuación de plumas, el grito futuro del gallo.
La nieve se había extraviado, el mar había perdido el habla,
era un rumor errante, unas vocales en busca de una palabra.
El azul estaba inmovilizado, nadie lo miraba, nadie lo oía:
el rojo era un ciego, el negro un sordomudo.
El viento iba y venía preguntando ¿por dónde anda Joan Miró?
Estaba ahí desde el principio pero el viento no lo veía:
inmovilizado entre el azul y el rojo, el negro y el amarillo,
Miró era una mirada transparente, una mirada de siete manos.
Siete manos en forma de orejas para oír a los siete colores,
siete manos en forma de pies para subir los siete escalones del arco iris,
siete manos en forma de raíces para estar en todas partes y a la vez en Barcelona.
Miró era una mirada de siete manos.
Con la primera mano golpeaba el tambor de la luna,
con la segunda sembraba pájaros en el jardín del viento,
con la tercera agitaba el cubilete de las constelaciones,
con la cuarta escribía la leyenda de los siglos de los caracoles,
con la quinta plantaba islas en el pecho del verde,
con la sexta hacía una mujer mezclando noche y agua, música y electricidad,
con la séptima borraba todo lo que había hecho y comenzaba de nuevo.
El rojo abrió los ojos, el negro dijo algo incomprensible y el azul se levantó.
Ninguno de los tres podía creer lo que veía:
¿eran ocho gavilanes o eran ocho paraguas?
Los ocho abrieron las alas, se echaron a volar y desaparecieron por un vidrio roto.
Miró empezó a quemar sus telas.
Ardían los leones y las arañas, las mujeres y las estrellas,
el cielo se pobló de triángulos, esferas, discos, hexaedros en llamas,
el fuego consumió enteramente a la granjera planetaria plantada en el centro del espacio,
del montón de cenizas brotaron mariposas, peces voladores, roncos fonógrafos,
pero entre los agujeros de los cuadros chamuscados
volvían el espacio azul y la raya de la golondrina, el follaje de nubes y el bastón florido:
era la primavera que insistía, insistía con ademanes verdes.
Ante tanta obstinación luminosa Miró se rascó la cabeza con su quinta mano,
murmurando para sí mismo: Trabajo como un jardinero.
¿Jardín de piedras o de barcas? ¿Jardín de poleas o de bailarinas?
El azul, el negro y el rojo corrían por los prados,
las estrellas andaban desnudas pero las friolentas colinas se habían metido debajo de las sábanas,
había volcanes portátiles y fuegos de artificio a domicilio.
Las dos señoritas que guardan la entrada a la puerta de las percepciones,
Geometría y Perspectiva,
se habían ido a tomar el fresco del brazo de Miró, cantando
Une étoile caresse le sein d’une négresse.
El viento dio la vuelta a la página del llano, alzó la cara y dijo, ¿Pero dónde anda Joan Miró?
Estaba ahí desde el principio y el viento no lo veía:
Miró era una mirada transparente por donde entraban y salían atareados abecedarios.
No eran letras las que entraban y salían por los túneles del ojo:
eran cosas vivas que se juntaban y se dividían, se abrazaban y se mordían y se dispersaban,
corrían por toda la página en hileras animadas y multicolores, tenían cuernos y rabos,
unas estaban cubiertas de escamas, otras de plumas, otras andaban en cueros,
y las palabras que formaban eran palpables, audibles y comestibles pero impronunciables:
no eran letras sino sensaciones, no eran sensaciones sino Transfiguraciones.
¿Y todo esto para qué? Para trazar una línea en la celda de un solitario,
para iluminar con un girasol la cabeza de luna del campesino,
para recibir a la noche que viene con personajes azules y pájaros de fiesta,
para saludar a la muerte con una salva de geranios,
para decirle buenos días al día que llega sin jamás preguntarle de dónde viene y adónde va,
para recordar que la cascada es una muchacha que baja las escaleras muerta de risa,
para ver al sol y a sus planetas meciéndose en el trapecio del horizontes,
para aprender a mirar y para que las cosas nos miren y entren y salgan por nuestras miradas,
abecedarios vivientes que echan raíces, suben, florecen, estallan, vuelan, se disipan, caen.
Las miradas son semillas, mirar es sembrar, Miró trabaja como un jardinero
y con sus siete manos traza incansable —círculo y rabo, ¡oh! y ¡ah!—
la gran exclamación con que todos los días comienza el mundo.
Inmóvil en la luz, pero danzante…
Inmóvil en la luz, pero danzante,
tu movimiento a la quietud se cría
en la cima del vértigo se alía
deteniendo, no al vuelo, sí al instante.
Luz que no se derrama, ya diamante,
detenido esplendor del mediodía,
sol que no se consume ni se enfría
de cenizas y fuego equidistante.
Espada, llama, incendio cincelado,
que ni mi sed aviva ni la mata,
absorta luz, lucero ensimismado:
tu cuerpo de sí mismo se desata
y cae y se dispersa tu blancura
y vuelves a ser agua y tierra oscura.
A Juan Gil Albert
Nubes a la deriva, continentes
sonámbulos, países sin substancia
ni peso, geografías dibujadas
por el sol y borradas por el viento.
Cuatro muros de adobe. Buganvillas:
en sus llamas pacíficas mis ojos
se bañan. Pasa el viento entre alabanzas
de follajes y yerbas de rodillas.
El heliotropo con morados pasos
cruza envuelto en su aroma. Hay un profeta:
el fresno -y un meditabundo: el pino.
El jardín es pequeño, el cielo inmenso.
Verdor sobreviviente en mis escombros:
en mis ojos te miras y te tocas,
te conoces en mí y en mí te piensas,
en mí duras y en mí te desvaneces.
Junio
Bajo del cielo fiel Junio corría
arrastrando en sus aguas dulces fechas…
Llegas de nuevo, río transparente,
todo cielo y verdor, nubes pasmadas,
lluvias o cabelleras desatadas,
plenitud, ola inmóvil y fluente.
Tu luz moja una fecha adolescente:
rozan las manos formas vislumbradas,
los labios besan sombras ya besadas,
los ojos ven, el corazón presiente.
¡Hora de eternidad, toda presencia,
el tiempo en ti se colma y desemboca
y todo cobra ser, hasta la ausencia!
El corazón presiente y se incorpora,
mentida plenitud que nadie toca:
hoy es ayer y es siempre y es deshora.
La calle
Es una calle larga y silenciosa.
Ando en tinieblas y tropiezo y caigo
y me levanto y piso con pies ciegos
las piedras mudas y las hojas secas
y alguien detrás de mí también las pisa:
si me detengo, se detiene;
si corro, corre. Vuelvo el rostro: nadie.
Todo está oscuro y sin salida,
y doy vueltas y vueltas en esquinas
que dan siempre a la calle
donde nadie me espera ni me sigue,
donde yo sigo a un hombre que tropieza
y se levanta y dice al verme: nadie.Guardar
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FANNY JEM WONG |
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